martes, 2 de octubre de 2012

Un sábado con Robyn

Para Robyn Hitchcock el tiempo no corre siempre al mismo tiempo. A veces se acelera, a veces se detiene. Creo que lo comentó más de una vez en una pizzería de Caballito, cuando habíamos terminado con la larga Expedición Tranvía bajo el murmullo de “caféeeee... caféeeee”, como zombies pidiendo cerebros, al promediar un sábado que –por suerte—casi se había detenido y que no iba a terminarse jamás. De hecho, apenas nos sentamos en La Argentinatta (así se llamaba el lugar, créase o no), en vez de pedir volver a su hotel, Robyn dijo: “Hagamos de esto una comida”. Y se puso cómodo, mientras intentaba descifrar la carta, que prometía algo como “haga su propio wok”. “Wok like an egyptian”, dijo alguien, y Robyn no pudo reprimir una carcajada. Sin dejar de llenarse la boca con palabras como berenjena o zanahoria, difíciles de pronunciar para un angloparlante. Sonaba Oasis, y Robyn explicó que su música es como algunas de las canciones infantiles de Los Beatles. Los chicos cantan Submarino Amarillo, y también Wonderwall. No se si fue Horacio o Hans el que mencionó a Coldplay y Robyn confesó que no los consideraba música. Dijo que no entendía cómo un grupo musical se podía llamar de esa manera. Cold (Frío) y Play (Tocar) no pueden estar asociados y dar como resultado algo bueno, al menos en la música. “¿Es que nadie se da cuenta? “, se preguntó, divertido, sin dejar de inspeccionar el menú. 
La Argentinatta es un nombre más que oportuno, si se tiene en cuenta que Robyn decidió usar el italiano –o todo lo que sabe de él— para presentar sus canciones en sus shows por acá. Me lo había anticipado por mail, cuando yo me disculpé por mi inglés: “Esperá a escuchar mi castellano: ¡Es italiano!”. Caímos ahí después de una larga jornada que empezó cuando Robyn decidió aceptar la invitación de ir dar un paseo en el Tranvía Histórico de Buenos Aires. La idea en realidad fue suya, ya que fue lo que destacó cuando le pregunté para la nota que salió en Radar por lo primero que había pensado cuando le dijeron de tocar en Buenos Aires. “Un amigo mío vivió diez años allá, y quiero ver cómo encaja con su descripción”, fue su respuesta completa. “Los aromas, la comida, el ángulo de la luz del sol y las formas de los edificios. Las terrazas. ¿Todavía tienen antenas en las terrazas? ¿Todavía tenemos antenas en Londres? ¿Se puede fumar cerca de los bares? ¿Qué clase de queso prevalece? ¿Hay mucho chicle pegado en las veredas? ¿Qué tan grande es la división entre los sexos? ¿La historia está viva o es boutique?”. Desconozco si se fue de Buenos Aires con una respuesta para todas sus preguntas, pero al menos nos encargamos del tranvía.
Todo empezó en el bar preferido de Robyn, el Tea Connection de Recoleta, en la calle Montevideo, en el que se sentó apenas llegado a Buenos Aires y escuchó a Nick Drake. A partir de entonces no dejó de volver. Con él estaban sus acompañantes permanentes: su anfitrión Felipe, y su hermano Horacio junto con Hans, estudiantes de cine decididos a hacer una película con el viaje de Robyn, y por lo tanto filmándolo todo el tiempo. Felipe es el dueño de un bar en Montevideo llamado La Ronda. Si uno va a Montevideo, siempre termina en La Ronda. Especialmente si le gusta la música. La Ronda tiene un negocio al lado llamado Cheesecake Records, que supo ser una disquería y hoy funciona como extraño agregado al bar. En La Ronda hay una pared con vinilos, que se van renovando. Y siempre hay uno sonando en el equipo de música. Con un masticable de carne y una cerveza –un vaso de vino blanco en el caso de Ana, o un Fernet en mi caso—se puede decir que uno es feliz. Felipe le contó orgulloso a Robyn que sus discos siempre estaban en esa pared de La Ronda.
Aquella tarde montevideana en la que me acompañó inesperadamente a ver un extraño homenaje al Darno en el Solís, Felipe ya me había adelantado que pensaba traer a Robyn. Se había contactado con él via Ken Stringfellow, otro músico amante de la música y todo lo que viene asociado a ella --y a ese amor por ella-- que supo visitar Montevideo (y también Buenos Aires, invitado por los... ¡Super Ratones!). Felipe estuvo un año carteándose con Robyn, hasta que se concretó su viaje. “¿Y? ¿Estás contento?”, le pregunté antes de que empezase el show del Samsung, y Felipe se burló de mi pregunta. Pero el Tussi nos contó que nunca había visto a Felipe tan contento como después del debut de Robyn en Montevideo. “Se abrazaba con todos los que salían del Lindolfo”. Grande Felipe. Gracias por Robyn, bo. 
Cuando llegamos al Tea Connection con Ana –que se convirtió al Robynismo con la primera canción que escuchó--, la Tribu Hitchcock aún no había empezado a almorzar. Ni Robyn lucía la camisa negra con lunares blancos con la que salió para los bises del Samsung, ni Ana la pollera con los mismos motivos que había merecido los elogios del cantante después del show –y el chiste de que en una de esas quisiera probarse el atuendo completo--, pero igual nos hicimos amigos inmediatamente. Robyn se pidió su té, y celebró haber recuperado el equipaje que la compañía aérea le perdió apenas llegado de Londres. Lo que hizo que tuviese que vivir cuatro días con la misma ropa, todo el tiempo que estuvo en Montevideo, una ciudad a la que describió como semi-vacía, habitada por apenas siete personas que se conocen todas entre sí. Como Hitchcock es el hombre de las camisas llamativas, su chofer montevideano tuvo el buen tino de prestarle una de las suyas para los shows en el Lindolfo, con bordados tipo country. Robyn la lució con orgullo ambas noches. Decidido nuestro destino post Tea Connection, Robyn y Felipe se despidieron del lugar dejando de regalo el último de los discos que quedaban de los que trajo para vender en este viaje. Así Nick Drake quedaba en buena compañía.
            El Tranvía Histórico de Buenos Aires circula por las calles del barrio de Caballito durante los fines de semana y los días feriados. Los sábados de tarde, los domingos también de mañana. Apenas nuestra comitiva llegó a Emilio Mitre y José Bonifacio, donde está situada la única parada de su recorrido circular, apareció el tranvía. La idea era filmar la visita para la película de su viaje, pero además Robyn explicó que tiene algo así como un tranvía musical en su site, y le gustaba la idea de tener material nuevo para subir después de abandonarlo por casi dos años. Los responsables del tranvía deben ser las personas más amables del mundo, eternos niños que juegan con juguetes tamaño real. No sólo disfrutaron con el despliegue musical y fílmico, sino que luego nos invitaron a recorrer el taller de la asociación. "Esto hubiese sido imposible en Londres", se maravilló Robyn. "Enseguida nos hubiesen venido a decir que no teníamos permiso para filmar. ¡Y mucho menos tocar!" Uno de los socios de la entidad, que nos descubrió en el tranvía (hicimos dos vueltas, con Robyn cantando I often dream of trains y Baby you’re a rich man, entre otras) cuando se subió para ir a la ferretería a comprar un pincel, nos llevó por el taller, de vagón en vagón, explicando la historia de cada uno en un perfecto inglés, mejor guía imposible. Allí Robyn aprovechó para hacer otras canciones ante la cámara, como Trams of old London y una conmovedora versión de She doesn’t exist anymore. “No la suelo tocar nunca”, me dijo después de que le confesase que me tuve que contener para no hacer los coritos. Y agregó: “Los hubieses hecho. En la versión de Perspex Island los hace Michael Stipe”.
Además del tranvía que pasea por las calles de Caballito y del depósito lleno de una decena más de coches, la Asociación de Amigos del Tranvía tiene una biblioteca-museo, y hacia allí caminamos. Hay modelos a escala, un mapa con todas las líneas de tranvía porteñas, un maniquí vestido de guarda de tranvía –“¿Qué hacías antes de hacer esto, Eugene?”, le preguntó Robyn al maniquí, haciendo monerías para la cámara—y una amplia biblioteca, que incluye una carpeta llena de hojas y memos sobre cada línea. Robyn quiso mirar uno de esos monumentos a la burocracia, recorriendo la historia hacia atrás. El tiempo, siempre el tiempo. Intentó leer en voz alta el castellano florido de uno de los informes del año de su nacimiento, 1953. “No hay caso, sólo podemos vivir en el presente”, dijo después, ya en el café. “Pero sólo podemos saber si ese presente que vivimos es algo especial recién cuando sea pasado. Algo que sucederá, por ejemplo, cuando recordemos esta tarde en el futuro”.     
            Lejos de ser especial, todo lo que comimos en La Argentinatta fue de medio pelo. Salvo el café con leche y el tostado, hay que ser justos. Pero Robyn fue amable, ni siquiera se quejó del wok sin alma en el que buceó durante un buen rato. “Es formidable”, se sorprendió. “Estuve comiendo un buen rato, y no parece terminarse jamás”. De allí nos separamos nuevamente en dos taxis, y pusimos rumbo a La Cigale, donde se había improvisado un show gratuito, para aprovechar la noche que había quedado libre, ya que la fecha porteña finalmente fue solo una. Cuando llegamos nos encontramos con la gente que se había reunido allí, respondiendo al aviso del show en el programa de Alfredo Rosso, y también con la novedad de que no había nada listo. Las bandas que tocarían esa noche estaban recién probando sonido, y Robyn cerraría la velada. No antes de las dos de la mañana, claro. Ni pensarlo. Pidió la primera botella de vino de la noche –quiso rosado, no había, debió contentarse con un blanco—y decidió con Felipe que iba a tocar ya mismo, entre las mesas. Y eso hizo. Bajaron la música del bar, y tocó sin amplificación ante los fans ahí reunidos, que pedían cada tanto silencio a los del fondo, que no debían saber qué era lo que estaba sucediendo. Recuerdo una encantadora versión de Madonna of the Wasps, y –aunque es tema lento, y era difícil convocar al silencio dada las circunstancias-- hasta me honró con  NY Doll, que le venía pidiendo desde el día anterior.
Llegó el momento de los bises, que cerró con She said she said, último tema del lado A de Revolver, o al menos así lo anunció. ¿Cerró dije? Nada de eso. Cuando se empezó a escuchar la música de la demorada prueba de sonido desde el piso de arriba, haciendo imposible continuar con la guitarreada, Robyn decidió que cantaría desde el balcón, así que su público bajó a la calle. Después de Un día en la vida, otro Beatles, decidió que lo mejor era bajar. Sin dejar de tocar la guitarra –acompañándose por una versión apropiadamente callejera y coreada festivamente por todos los presentes de I’m waiting for the man—caminó hasta mitad de cuadra, donde las escaleras de un edificio corporativo hicieron de improvisado anfiteatro para una sucesión de bises, un recital en sí mismo. Rodeado por unas ¿treinta? ¿cuarenta? ¿cincuenta? personas, todas con una maravillada sonrisa de incredulidad pintada en sus rostros, Robyn tocó Dylan, tocó Bowie, tocó Robyn. Lo que mejor recuerdo fue una mágica versión de Tangled up in blue, que a esta altura Robyn canta mejor que Dylan. Seguro que, al menos, la respeta y honra mucho más que el viejo Bob cada vez que decide cantarla.
            Cuando volvimos a La Cigale buscando una nueva botella de vino, Robyn me confesó que no podía parar, que una canción lo llevaba a la otra, que nunca solía hacer nada como eso. Estaba contento. Mientras fumábamos y bebíamos en el balcón se acercaron a invitarlo a tocar un par de temas eléctrico, en el escenario del segundo piso. La prueba de sonido ya había terminado. “Muchas gracias, pero creo que ya di todo”, respondió, educado. Pero aunque la noche parecía haber terminado, Robyn todavía tenía mucho para dar. Como queríamos beber y fumar terminamos en el tan coqueto Milion, pensando en su patio. Pero cuando decidió sacar la guitarra para cantar una tema de Bryan Ferry vinieron a prohibirle insistentemente no sólo cantar, sino también que lo filmasen. Así fue como terminamos en el departamento de Horacio, dando cuenta de lo que quedaba de un JB y un cognac Reserva San Juan, además de una nueva botella de rosado que apareció a último momento. Ahí siguió la guitarreada, pero dada la hora –y una entendible queja de la vecina del piso de abajo—se decidió muy civilizadamente que los temas debían prescindir de marcar el ritmo en el piso. Le exigimos un Barrett (“Uno fácil, Dominoes”, aceptó), Horacio le mostró la versión de Wonderwall de Ryan Adams (y Robyn hasta se prendió en algún coro, debía estar demasiado borracho), hizo una alucinante Visions of Johanna de madrugada, e incluso un apropiado End of the night, de The Doors, que cantamos con Robyn casi mejilla a mejilla.
            Pero la estrella del final de la noche fue Ana, que deslumbró a Robyn. Cuando arranca motores no hay quien la pare, y semejante noche necesitaba a alguien a todo vapor. “Una más”, dice como acto reflejo ante cualquier botella vacía, sin preocuparse por la hora o el lugar. “Parecés una persona muy libre”, le dijo Robyn, y su respuesta lo maravilló. “Eso es porque de niña fui una chica controlada, una Roger Waters de cinco años”, le explicó Ana. “¡No había escuchado nunca a nadie decir eso de sí mismo!”, la celebró Robyn, que acababa de contar que no, no había visto a Nick Drake (“¡Nadie vio nunca a Nick Drake!”). Pero que había compartido un roadie que había trabajado con el primer Pink Floyd que le dijo que, ante semejantes control freaks como Joe Boyd o Roger, cualquiera hubiese terminado igual que Syd. Felipe estaba contento, pero cansado. “Se destapó Robyn”, diría después, explicando que las noches anteriores ni había tocado el alcohol y se había siempre acostado temprano. “Es el final del viaje”, me señaló Robyn cuando lo acompañé a comprar esa última botella de vino rosado. Al día siguiente viajaba a Tucson, a encontrarse con su novia, pero también con Howe Gelb, el líder de Giant Sand. Le dije que le mande saludos de mi parte de Howe. Me dijo que le contaría que tenía un fan en Buenos Aires.    
            Antes de que la salida del sol terminase con la guitarreada, Ana se había llamado al orden –después de arrancar a cantar un par de veces Pajarillo barranquero, sin mucho éxito (¡La canta Joan Baez!, se justificó)—intentando mantener una manzana en equilibrio sobre su cabeza. Pero lo hizo con tanto éxito, que empezó a moverse por la diminuta cocina, siempre manteniendo la manzana en equilibrio. Era ese momento de la noche en el que cualquier cosa puede pasar, porque nada importa realmente. “¿Por qué la manzana?”, le pregunté y no le dejé casi que me respondiera. “Porque puedo”, nos respondimos al unísono y con una sonrisa. Robyn estaba maravillado. Sacó su celular y le hizo unas fotos. Después le dedicó I just don´t know what to do with myself, y a partir de entonces creo que somos todos amigos para siempre. Aunque nunca nos volvamos a ver.
 Por eso escribo estas líneas, para tratar de no olvidarme de nada. Para que el tiempo pase más lento, y se detenga en alguno de estos recuerdos. No tomé nota de nada de lo que sucedió esa noche, esto no es periodismo, ni nada que se le parezca. Es simplemente un ayuda memoria, algunos apuntes, un rezo. Para llegar a los sesenta años con el amor por lo que uno hace y la curiosidad por los demás que tiene un tipo como Robyn Hitchcock. Tengo cuarenta y cinco, estoy cerca. Pero todavía falta. Gracias Robyn por mostrarme que se puede. Que un perdedor es alguien que a veces gana. O gana en cada ‘a veces’, como la traducción para Sickie Boy que sugirió el Tussi. Que piensa lo mismo que yo.   

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